No me preguntes por qué no tengo hambre.
Pregúntale al cerezo,
al granjero que cuida las gallinas,
a las migas que caen desde el mantel
al suelo
y se arrepienten en el último segundo.
Pregúntales a las cajeras del supermercado,
al repartidor de pizzas,
al temporero que viaja cada año
a recoger tomates
a Almería.
A mi no me preguntes.
Si el hambre se me escurre
entre las comisuras de los labios,
no es por falta de ganas de comerme
tres veces
el centro de la tierra.
Es que desde hace tiempo,
todo me sabe a miel de alcantarilla
y al agua que remueven
en los charcos
las ruedas de los coches.
A mi no me preguntes.
Mi lengua sigue viva.
JULIA CONEJO
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